lundi 11 avril 2011

Dejó las rodillas en el pavimento. Fue lindo, muy lindo, dolió muchísimo. Todavía en el suelo con los papeles llenos de dibujos dispersos, dejó que la vergüenza primero y luego los ardores se fueran disipando (nadie había visto, nadie pasaba por ahí, no había necesidad de ser resorte y pararse, erguirse como si nada hubiera pasado, aparte quedarse sin rodilla...).
Recreó la caída: Iba rápido, iba emocionada, rápido para llegar a la cita secreta, al lugar secreto y paff llegó al aturdimiento gris del suelo gris, del dolor gris, de “se me han enterrado doscientas piedritas en el lugar en el que alguna vez hubo una rodilla”. No, esa es una recreación muy pobre, sería mejor decir: Iba rápido, emocionada, cruzaba la calle, la cruzaba corriendo, cruzaba los dedos para que el último encuentro con la persona incorrecta fuera sin heridas, de tripas corazón, de corazón tripas, de destino... ni hablemos, pero sus piernas se alargaban a cada paso y ya muy largas, larguísimas se enredaron y los zapatos tan monos, salieron corriendo, huyeron cuál ratas de la catástrofe, expusieron al pie que no pudo irse y a sus dedos a aferrarse al suelo para no caer, para que la chica torpe no llegara a ser una torpe total, una desparramada cualquiera, para que la chica conservara su verticalidad, para que se conservara homo erectus pero no se pudo, paff el suelo la recibió poro por poro, recibió toda la epidermis que cubría su esqueleto y cayó sin ninguna gracia.

Ella se quedó en el suelo ¿para qué levantarse? ¿para qué recogerse y quitarse todo el polvo? sólo se miró las rodillas y pensó en las líneas rojas que las cubrían y en los huesos escondidos detrás de su piel de jirones. Medias rodillas de rodillas sin medias, rodillas tan extremas que decidían revelarse, pelarse y reverenciar a las texturas rugosas del pavimento, ofrendando lo más valioso que tenían, y volviéndose un adornito sanguinoliento, muy bello en su mundo.

Era como para llorar, como para derramar un montón de lágrimas porque es tonto ser torpe y dejar que las rodillas se avienten a sus delirios paganos. Siguió mirando, esperó a que siguieran ardiendo felices, titilando sus sentimientos. Llegaría tarde, la estarían esperando y aunque ella quiso llegar lo más pronto posible porque lo más pronto posible significaba lo menos dolorosamente posible, resultó que cayó en una trampa y había que quedarse sentada, había que darse cuenta de que estaba lastimada.

Un pequeño sacrificio al dios de las rodillas, a ese calvito de ojos de piedra que siempre tiene un milagro aunque parezca insignificante, la cosa es quedarse sentado y esperar a que venga, la cosa es no ponerse a cojear por la calle, no esperar volver ser el de antes del accidente.

Y ella quería ser la de antes, la de antes de la caída, antes de la prisa, antes de salir de casa, antes de colgar, antes de decidir fecha y hora, antes de pensar ni un rasguño más, ni una llaga más sobre el cuerpo que ya de por sí tiene muchas líneas de fuga, quería ser la de antes del antes, simplemente hace mucho tiempo atrás.

Y dejó de pensar porque ya se iba arrastrando hacia ella el que lame las heridas, el casi topo casi ciego que sólo se conoce cuando uno es niño, un enviado especial del señor de las rodillas que siempre agradece los hermosos paisajes pintados de tierra y desgarres. Se acercaba a tientas atraído por la luz de la abertura de la piel, repitiendo muy bajo -qué lindo, qué luminoso. qué doloroso.

Ni la saludo, la conocía de la infancia porque la chica ya se había caído de árboles y de barandales, de los patines y de la bicicleta. No saludó y no le preguntó cómo se sentía. Se puso a lamer las heridas que bajo su saliva empezaban a dejar de ser heridas, se convertían en partes vivas de una chica viva que latía como un corazón.

Los seres que lamen las heridas son ciegos pero se fijan en todo, sobretodo en lo que está en constante movimiento y no puede fijarse, son unos enamorados de lo efímero y la torpeza de una caída les parece sublime. Se llevó las lágrimas y se llevó el tiempo como para llegar a tiempo a la cita.

Tarde, sucia y con las rodillas dibujadas de caída, la chica llegó a su cita secreta en la que que ya no había más secreto porque ya no la esperaba nadie. Las rodillas habían escogido su fragilidad, su propensión a caer para caer allá y no acá. Más vale sin rodillas, más vale.